El primer autor en denominar al Gobierno soviético posterior a Lenin
como "totalitario" murió en el movimiento perpetuo del exilio mexicano.
CLAUDIO ALBERTANI
05/2013
El 5 de septiembre de 1941 dos viajeros aterrizaron en el aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. Eran el escritor Victor-Napoleón Lvovich Kibalchich Poderewski, alias Victor Serge, y su hijo poco más que adolescente, Vladimir Kibalchich Russakov, quien pronto se daría a conocer como el pintor Vlady. Llegaban de Europa, tras una larga espera y muchos rodeos, vía Marsella, Casablanca, La Martinica, Ciudad Trujillo (Santo Domingo), La Habana y Mérida, Yucatán. Eran individuos sin Estado ni nación, marcados con el estigma de apátridas. Desterrados y perseguidos, no tenían más identificación que un precaria cédula expedida en Marsella por el consul mexicano Gilberto Bosques, valiente diplomático que ayudó a escapar a cientos de personas del régimen pro-nazi de Vichy.
05/2013
El 5 de septiembre de 1941 dos viajeros aterrizaron en el aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. Eran el escritor Victor-Napoleón Lvovich Kibalchich Poderewski, alias Victor Serge, y su hijo poco más que adolescente, Vladimir Kibalchich Russakov, quien pronto se daría a conocer como el pintor Vlady. Llegaban de Europa, tras una larga espera y muchos rodeos, vía Marsella, Casablanca, La Martinica, Ciudad Trujillo (Santo Domingo), La Habana y Mérida, Yucatán. Eran individuos sin Estado ni nación, marcados con el estigma de apátridas. Desterrados y perseguidos, no tenían más identificación que un precaria cédula expedida en Marsella por el consul mexicano Gilberto Bosques, valiente diplomático que ayudó a escapar a cientos de personas del régimen pro-nazi de Vichy.
De estatura media, recio y entrecano, Victor Serge aparentaba un
poco más de sus 51 años (había nacido el 30 de diciembre de 1890 en
Bruselas). Una fuerza tranquila y dulce, una gran integridad, así como
cierto cansancio, emanaban de lo profundo de sus ojos color ámbar. Hijo
de padres rusos que huían de la represión zarista, Serge había nacido en
el exilio y no tenía más patria que la revolución. Su larga trayectoria
militante empezó a los quince años en la Joven Guardia Socialista de
Ixelles, barrio obrero de la capital belga y prosiguió en las filas
libertarias tras la lectura del folleto de Kropotkin A los jóvenes.
Todavía adolescente, viajó a París en donde entró en contacto con
ilegalistas radicales que pregonaban la guerra a muerte contra la
sociedad. No compartía su estrategia, pero sí su indignación y quedó
atrapado en hechos sangrientos. Siendo inocente, fue condenado a cinco
años de prisión. Liberado en 1917, se refugió en la Barcelona libertaria
y revolucionaria de la CNT, el poderoso sindicato anarcosindicalista.
Ahí empezó a escribir artículos firmando con el seudónimo que le
conocemos, Víctor Serge. Participó, todavía, en la fallida insurrección
de julio de 1917 para después dirigirse a Rusia, la tierra de sus
ancestros y la patria de las nuevas esperanzas.
Fue un viaje azaroso. Detenido nuevamente, pasó 15 meses en un
campo de concentración francés llegando a Petrogrado en enero de 1919
gracias a un intercambio de presos, propiciado por la Liga de los
Derechos del Hombre. Decidió entonces adherirse al comunismo de Lenin y
Trotsky, sin dejar de ser un disidente y un libertario. Combatiente en
la guerra civil, periodista, traductor, organizador de los servicios de
información de la Internacional comunista, agente clandestino en Berlín y
en Viena, vivió en primera persona el fracaso de la revolución europea y
la progresiva degeneración del régimen soviético.
Regresó a la URSS después de la muerte de Lenin para adherirse a la
oposición de izquierda, refrendando así su destino de paria consciente.
Encarcelado la primera vez en 1928, en 1933 fue desterrado a Orenburg,
una ciudad al pie de los Urales que era la antesala geográfica y
política del Gulag. Se volcó hacia la literatura relativamente tarde, y
no por amor al arte, sino porque "es preciso dejar un testimonio sobre
este tiempo; el testigo pasa, pero puede suceder que el testimonio
permanezca".
Hacia la primavera de 1936, por un "milagro incomprensible" y la
ruidosa presión de algunos amigos fieles, fue expulsado de la URSS y
despojado de la ciudadanía soviética, la única que poseía. Volvió
entonces a Europa occidental junto a su esposa, Liuba Russakova
(1898-1984), y a sus dos hijos, Vlady (1920-2005) y Jeannine (nacida en
1935), poco antes de que empezaran los procesos de Moscú.
Pasó los tres años siguientes en Bruselas y en París, entregado a
un trabajo monumental, literario, además de periodístico, histórico y
teórico. En México, último refugio de los proscritos, vivió una etapa
relativamente tranquila y enormemente productiva. Lejos del drama de
Europa azotada por la guerra, redactó o terminó algunas de sus obras más
fascinantes. Le perseguía la idea obsesiva de narrar la tragedia de la
revolución triunfante que se devora a sí misma. En 1942, sobrevivió a un
intento de asesinato y, todavía vigoroso murió en diciembre de 1947, en
un taxi. Ataque cardiaco, decía el reporte médico, aunque Vlady siempre
pensó que murió envenenado por los agentes de Stalin.
Auténtica enciclopedia de las esperanzas del siglo XX y lúcido
diagnóstico de sus fracasos, sus Memorias, expresan con vigor la idea de
literatura testimonial que atraviesa toda la obra de Serge. A medida
que se adentra en aquel "mundo sin evasión posible donde el único
remedio era luchar por una evasión imposible", el lector se sume en la
epopeya de las revoluciones derrotadas del siglo XX. El libro se lee
como una novela polifónica en que actores individuales y colectivos se
alternan en el escenario, devolviéndonos la imagen grandiosa de la
humanidad en movimiento. Como en un fresco monumental, las etapas del
drama revolucionario se suceden una tras otra en un ordenamiento
implacable.
¿El final estaba implícito en el comienzo? Como Walter Benjamin a
quien conoció, Serge piensa que no. Triunfó el estalinismo, pero el
desenlace podía haber sido otro. Incluso la palabra "destino", que
utiliza una y otra vez, no implica la fatalidad, ni excluye la voluntad o
la creatividad. A la manera de Nietzsche –el autor preferido de su
juventud al que nunca dejó de leer– expresa más bien la opción de volver
al pasado y recoger para el futuro la herencia de sus posibilidades
perdidas. La tarea sigue pendiente.