Raúl Zibechi
Es probable que estemos ingresando en el núcleo duro de la transición hegemónica, tanto a escala global como en la región latinoamericana. Los sucesos de Venezuela y Ucrania, sumados a los de Siria y Sudán, a los que cada mes se sumarán otros, parecen indicar que la transición hacia un mundo post estadunidense se acelera dejando una estela de crisis económicas, sociales y humanitarias. Una transición hegemónica no puede producirse sin crisis y guerras, nos agrade o no esa perspectiva.
No es fácil explicar las razones por las cuales en este momento la estrategia de Estados Unidos se endureció buscando la caída de gobiernos como el de Nicolás Maduro. Es cierto que el simple paso del tiempo juega en contra de los intereses de Washington. ¿O puede haber influido el anuncio del ministro de Defensa de Rusia, Serguei Shoigu, de que está negociando instalar bases militares en Cuba, Venezuela y Nicaragua, algo que el Pentágono debe saber desde tiempo atrás? (Russia Today, 26/2/14)
Es cierto que los supuestos anfitriones de las bases rusas negaron en los días posteriores al anuncio esa eventualidad, pero ¿qué otra cosa podían decir? Sería la evolución razonable de los importantes vínculos políticos y militares que esos tres países mantienen desde hace años con Moscú.
Al parecer la Casa Blanca está probando las respuestas de sus aliados. Esa es al menos la lectura que hace el Laboratorio Europeo de Anticipación Política en su boletín mensual, donde señala que la crisis en torno a Ucrania es el modo de evitar una alianza Rusia-Unión Europea con la que Alemania parecía sintonizar. La torpe actitud estadunidense y de Bruselas de apoyo a los neonazis ucranios forma parte de una estrategia consistente en "reconstruir la cortina de hierro en 2014 y aislar a Europa de todas las actuales dinámicas de los países emergentes que nos unen a Rusia, como Ucrania nos unía a Rusia" (Geab No. 83, 15/3/14).
La crisis europea actual es el segundo capítulo del ataque que sufrió el euro desde 2010, continuado por el proyecto TTIP (Asociación Trasatlántica para el Comercio y las Inversiones) con el objetivo de neutralizar la construcción de una Unión Europea autónoma y, según el citado think tank, obligarnos a comprar el gas de esquisto estadunidense, que no puede ser vendido sin ese acuerdo, lo que cerraría el círculo de la anexión de Europa a la zona del dólar.
En América Latina estamos viviendo la tercera transición hegemónica. Para tener alguna idea de los caminos que puede tomar la actual transición, no contamos con manuales sino con la rica experiencia histórica de nuestros pueblos, jalonada tanto de potentes protagonismos populares, indios y negros como de traiciones, masacres y genocidios. Una vez más, el resplandor del pasado nos ilumina.
Recapitulemos: la primera transición sucedió entre 1810 y 1850, aproximadamente, y selló la suerte del dominio español y portugués y entronizó la hegemonía británica. Donde hubo virreinatos de la corona española, nacieron repúblicas dominadas por oligarquías criollas asentadas en haciendas agroexportadoras y el libre comercio. Esta transición aplastó las revoluciones de abajo: las revueltas de Túpac Amaru y Túpac Katari en Cusco y la actual Bolivia (1780-1781), la revolución haitiana (1804) y las luchas independentistas más radicales como las encabezadas por José Artigas en el sur y Miguel Hidalgo y José María Morelos en el norte, entre muchas otras.
La segunda transición hegemónica, del dominio británico al estadunidense, entre el comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914) y el fin de la Segunda (1945) fue precedida por la Revolución Mexicana (1910), tuvo jalones como la revolución boliviana (1952), la insurrección del proletariado argentino (17 de octubre de 1945) y el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, que inauguró La Violencia colombiana (1948-1958).
En este periodo nacen nuevas instituciones, partidos de izquierda y sindicatos en particular, donde se organizan trabajadores y campesinos devenidos en las fuerzas motrices del cambio social, ocupando el lugar de las anteriores montoneras de las guerras por la independencia. Pese a sus victorias, los de abajo se vieron nuevamente desplazados, ya no por los criollos desgajados del colonizador sino por la alianza entre la burguesía industrial y el Estado nación, con variaciones en los diversos países, que se apoyaron en cierto desarrollo fabril destinado a sustituir importaciones.
Es probable que la actual transición haya comenzado, en un sentido laxo, con el caracazo de 1989, al que sin rubor podemos vincular, en cuanto a su trascendencia histórica, con la revuelta de Túpac Katari. El encadenamiento de levantamientos y revueltas es bien conocido; entre el primero de enero de 1994 y la marcha en defensa del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure) en Bolivia (2011) se registraron dos decenas de marejadas populares que modificaron la relación de fuerzas en la región.
No tengo la menor duda de que los de abajo están en condiciones de derrotar a los de arriba, aunque éstos le den la mano al imperio. Los últimos embates en Venezuela muestran dos novedades: un alto nivel de violencia y el involucramiento paramilitar desde Colombia en apoyo de una derecha que cuenta con el respaldo de las clases medias, en particular profesionales y técnicos cuyo modo de vida es cada vez más cercano al de la burguesía.
El principal problema que se puede otear en el horizonte es que se repita la secuencia de las dos transiciones anteriores: que el derroche de vidas y los triunfos de los de abajo en el campo de batalla sean apropiados y utilizados por un arriba reconfigurado para perpetuar la dominación. Para evitarlo, lo primero es preguntarnos quiénes son los criollos y los burgueses de hoy, aquellos que, agazapados en las marejadas populares, surfeando sobre el oleaje de los de abajo, están en condiciones de convertirse en una nueva clase dominante.