Introducción
Por algún motivo, el abuso sexual infantil (A.S.I.) ha sido antes y es hoy silenciado, desmentido y sistemáticamente negado. Intento ubicar su lugar para el Psicoanálisis. También las diversas formas en que tanto algunas prácticas y teorías como el desempeño mismo de la Justicia enmascaran su concreción, lo promueven y generan, llamativamente, una narcosis tal que nos impide verlo en su alarmante realidad de ataque a la dignidad subjetiva de las víctimas infantiles.
Quiero recordar la definición de A.S.I. como fondo sobre el cual abordar estas cuestiones: “El abuso sexual comprende las acciones recíprocas entre un niño y un adulto en las que el niño está siendo usado para gratificación sexual del adulto y frente a las cuales no puede dar un consentimiento informado.” Zárate, Mario (2000) [1] En ella, debemos destacar la posición de objeto de goce en que se ubica al niño. [2]
El A.S.I. y el Psicoanálisis
El A.S.I. ha ocupado distintos lugares en el cuerpo conceptual del Psicoanálisis. En el comienzo, y a través de la catarsis propuesta por Freud a sus pacientes, aparece como lo padecido por la mayoría de los niños de la burguesía vienesa y, quizás, también de la europea. Sin embargo, es notable reconocer que Freud no se detiene en la denuncia de este hecho como aberrante -en 1896, Manuscrito K, señala la diferencia entre neurosis histérica y obsesiva en base a tempranas experiencias sexuales vividas pasiva o activamente, productoras de rechazo o de placer, que son reprimidas y que retornan - sino que le da relevancia en relación con el curso de su propia investigación del psiquismo humano. Quizás, el estatuto de la niñez, en esa época, no es el que adquirirá posteriormente. Su dignidad no está del todo establecida, aunque Freud poco más tarde se refiera a “His Majesty the Baby”.
Con la decepción freudiana respecto de la verdad de los dichos de las histéricas -“Ya no creo más en mi “’neurótica’”, Carta 69 a Fliess, de septiembre de 1897 - el A.S.I. pasa, para el Psicoanálisis, a ser parte del acervo fantasmático de los neuróticos. La diferencia entre realidad psíquica y realidad adquiere, de este modo, todo su peso. El Psicoanálisis define su campo en relación a la primera y deja la realidad efectivamente acaecida como un inalcanzable que, sin embargo, hay que tener en cuenta en lo que Freud llamó series complementarias.
La condición para que se arme la trama fantasmática, así como la emergencia subjetiva misma, se encuentra en la más temprana época, en la relación materno infantil. En 1905, en Tres Ensayos, Freud da un lugar preeminente a la actividad materna sobre el cuerpo del niño. En este sentido, la sexualidad sublimada de la madre -recordemos la ecuación niño/falo- es el puente para que, sin tener la menor idea de lo que implica su acto, ella despierte el erotismo infantil, ese plus que subvierte la necesidad. En 1919, en Pegan a un Niño, el agente de la seducción es predominantemente el padre y la escena fantasmática se ubica como condición de goce sexual autoerótico de los sujetos.
Lacan complejizará el surgimiento del erotismo al incluir el peso de los vaivenes de la Demanda, del niño a la madre y de la madre al niño, la operación de lenguaje implicada y su efecto de deseo. De este modo, la constitución misma de la pulsión encuentra allí su punto de partida. Que de ambos lados algo permanezca insatisfecho es el dato que permite, en ese circuito, el surgimiento del deseo y del sujeto, la separación.
Piera Aulagnier, con su concepto de “violencia primaria” sostiene que la asimetría entre el Otro y el bebé es lo que permite esa anticipación por la que la madre metaboliza y significa al niño, contribuyendo así a la construcción del Yo. La madre es la portavoz de la cultura y ejerce su poder, a veces en detrimento del placer del niño.
En este sentido, ¿acaso podríamos decir: en el origen hay un A.S.I. para todos, cuyo agente es la madre y del que depende el destino de la humanización de la cría para la especie? Veamos: el infans se encuentra en posición original de objeto; ha sido, y probablemente sea, objeto de amor para sus padres. Asimismo, sabemos que su lugar en el deseo materno, mediado por la operación del padre, le augura un destino de neurosis, el mejor que los humanos podemos tener. No hay, sin embargo, una extracción de goce, a no ser por la satisfacción pulsional sublimada por parte del adulto, y es este el dato diferencial que nos interesa. Es decir: nada, entonces, permite calificar como abuso a la compleja operación que lo hace surgir como sujeto.
Fernando Ulloa, con su concepto de la “ternura” como dispositivo, es el que nos puede dar una clave más para comprender esta diferencia esencial. Para definir la ternura se atiene a los términos freudianos de sublimación de la pulsión en la madre y ejercicio de esa corriente tierna que le permite, decíamos, libidinizar y anticiparse a las demandas del niño, creándolas como tales. En ese dispositivo, Ulloa señala un dato distintivo: el “miramiento”.
El “miramiento”, entonces, eso que –para Lacan- sería la suposición del sujeto allí donde aún no hay nada, es esa fisura entre la madre y el niño como un Otro, que anticipa su surgimiento y –por lo tanto- lo produce. Quiero dejar especialmente subrayado este concepto, ya que me parece clave en el tema que nos ocupa. Ulloa lo define así : “Miramiento es mirar con interés amoroso a aquel que habiendo salido de las entrañas es sujeto ajeno.” [3]. Hay ya allí el dato de respeto por la dignidad subjetiva. La madre sabe mucho acerca de su producto, pero no todo: él es un sujeto ajeno. Nada de lo que se juega en el abuso en el que ni el niño es tomado como sujeto ni el adulto se priva del ejercicio de su goce propio.
Ulloa acuña el término de “encerrona trágica” en su trabajo clínico con torturados: “La encerrona trágica es una situación paradigmática de desamparo, es una situación de dos lugares, sin tercero de apelación, sin ley, en donde la víctima, tal vez para dejar de sufrir o para no morir, depende de alguien a quien rechaza totalmente y por quien es totalmente rechazado, esto en lo referente al Desamparo.” [4]El desamparo sería el fracaso de la ternura como dispositivo. Como vemos, hay una homología entre esta encerrona trágica y lo que señalamos para el A.S.I.
En la constitución, por el contrario, forma parte del proceso de la humanización -de la entrada a la cultura- que nos elijan un nombre, que nos marquen con un idioma, que algunas culturas incluso propongan operaciones sobre el cuerpo como la circuncisión, etc. Además, y esencialmente, que nos cubran de múltiples expectativas y deseos, conscientes e inconscientes.
Es lo que Freud dice en Pegan a un niño, bajo la forma imaginaria de ser pegado por el padre, el que inscribe la ley; la terceridad que actúa ya en la madre misma y que, en nuestra cultura, irrumpe efectivamente en la díada por la vía del padre. Es lo que se puede hallar detrás de las fantasías de seducción de las histéricas y lo que los adolescentes intentan instalar o hacer consistir por medio de marcas en el cuerpo, tatuajes y piercing, en la época en que el padre/el orden simbólico vacila, en que su lugar decae.
Los seres significativos, decíamos, cumplirán las funciones que permitirán el nacimiento de un sujeto en ese lugar original de objeto. Uno podría considerar, entonces, como abuso sexual a toda intervención que, viniendo de un adulto, coloque nuevamente al niño en el lugar de objeto, mediante la operación específica en la que el abusador extrae un goce sexual. En este sentido, el abuso sería una forma particular del maltrato infantil.
Se supone que todos los adultos que intervengan en la crianza y educación del niño irán en la dirección de su subjetivación, o sea: harán lo necesario para que ese sujeto que surge se afiance, crezca, desarrolle su libertad posible, a pesar de todos los sometimientos originarios que le fueran legados. Los movimientos contrarios, de hecho, son los que habitualmente nombramos como retentivos, son los que obstaculizan ese proceso, contrariando así el tabú del incesto de formas no literales, siendo ese tabú: No reintegrarás tu producto, lo que la función paterna le dice a la madre.
Consecuencias clínicas
En la clínica apuntamos al sujeto, procuramos su surgimiento, escuchamos su decir, trabajamos sobre su goce. En ese sentido, somos herederos de los otros de la prehistoria, como lo atestigua la transferencia. Será, entonces, violencia secundaria, en el decir de Piera Aulagnier, cualquier práctica que no reconozca al sujeto en su particularidad.
Las delicadas operaciones que describimos quedaron, para la teoría psicoanalítica, recluidas en la profundidad de los pliegues de la constitución subjetiva y, en la clínica, sumidas en el concepto de realidad psíquica. Podemos incluso registrar toda una época en que primó un marcado desprecio por los hechos aludidos en el discurso de un sujeto en tratamiento. Tener que tomar el discurso en sí -dato clave de la escucha clínica-, admitir la imposibilidad de acceder a lo verdaderamente acaecido, es un límite que tiene nuestra práctica. Sin embargo, es posible alcanzar -por la vía de los signos que el discurso mismo ofrece, de los síntomas que se construyen- presunciones de mucho valor en relación con aquello efectivamente sucedido: es un trabajo sobre lo que ha dejado rastros, sobre el modo en que el sujeto ha respondido al trauma. Así, por ejemplo, lo hace minuciosamente Freud con aquello que el recuerdo no recupera. En su artículo de 1937, Construcciones en el análisis, se refiere a construir desde indicios y detalla esa acción, la compara a la del arqueólogo, examina las posibilidades de éxito o fracaso, mide las consecuencias en cada caso, etc.
El acento unilateral en la realidad psíquica se vio también reforzado por las elaboraciones acerca de la seducción infantil necesariamente ejercida por el Otro maternal y determinó, por mucho tiempo, que el discurso de los sujetos acerca de los posibles abusos sufridos en la infancia fuera tomado sin ninguna consideración por su ocurrencia. Es más, se sostenía que, dado que forma parte de lo inaccesible, de lo perdido, el analista no podía sino escuchar al sujeto en atención flotante, con total desprecio por la diferencia entre fantasía y realidad. Quizás esta tendencia continúe hoy día presente para algunos. Sería “violencia secundaria” para Piera Aulagnier. Ella la remite a un deseo “de que nada cambie” que habita a la madre y que no permite al niño crecer, salvo que éste encuentre una salida.
Donde Ello era Yo, el sujeto, debo advenir. Esta transmutación también opera en un psicoanálisis. Si la creencia que nos guía –sólo accedemos a la realidad psíquica y al mundo fantasmático; estos elementos nos dejan fuera de la posibilidad de presumir acerca de y de reconstruir fragmentos sepultados de la historia de un sujeto- se ve transformada en concepto clínico operativo y, además, contamina a aquellos que, como los peritos, efectivamente tienen que expedirse respecto de estos temas, estamos en serios problemas.
De hecho, los que trabajamos casos de A.S.I. nos encontramos en un terreno en el que reina el silencio, ladesmentida, la negación y el total descrédito ante las víctimas, así como ante los adultos que denuncian, principalmente las madres. Este clima, que favorece la revictimización del niño, es el que predomina en el ámbito judicial. Es, sin embargo, inadmisible que nosotros –que sí tenemos instrumentos para despejar este campo y llegar a conclusiones- nos dejemos envolver por vicios teóricos o nos mantengamos en una neutralidad cómplice.
Conductismo Cognitivista y Revictimización
Otro es el caso de teorías, como la Cognitivista, que sabemos carecen de todo marco para estudiar los fenómenos subjetivos y elaborar consecuencias clínicas. Por esa carencia es que no podemos exigirles ninguna claridad. Las consideraremos porque nos resulta alarmante el aumento de su difusión - incluso comprendiendo su matrimonio con el capitalismo mercantil y con la ciencia- y porque el peligro que representan nos obliga a su denuncia cuando se aplican a los casos de A.S.I.
En este sentido, resultan significativas -por su efecto revictimizante- las indicaciones clínicas conductistas del Cognitivismo. Tomaremos como muestra las referidas al tratamiento de la pena y a ciertos consejos en relación con la ira, dos afectos típicos en las víctimas, quienes a menudo se sienten encolerizados a la vez que apenados por tener que alejarse del perpetrador, a quien aman. Comienzan por clarificar al niño sobre la naturaleza de la ambivalencia en juego, continúan con el entrenamiento para identificar los pensamientos disfuncionales y terminan por ayudarlo a distraerse, evitando la inactividad y la apatía. Asimismo, frente a la ira, le indican ocuparse con otra actividad, como “practicar un ejercicio físico o mental” o “realizar respiraciones lentas y profundas. Terminan enseñando a los niños “a hablarse a sí mismos de otra manera”. Por ejemplo: Voy a estar tranquilo; Voy a distraerme cantando una canción. Los inducen a ensayar y a practicar, lo que denominan autoinstrucciones, en situaciones reales. [5].
Tenemos que caracterizar estas indicaciones con nuestros instrumentos. Están dirigidas a fomentar y a reforzar el uso de una defensa: la disociación. Sabemos que las defensas son los recursos del sujeto, aspecto inconsciente del Yo para Freud. Entendemos que con la consideración de su empleo armónico y balanceado se puede deducir la salud, con los reparos sabidos, de quien apela a ellas. La casuística es inequívoca respecto de que, en los casos de A.S.I., al momento del ataque, el niño tiene un único resquicio para responder como sujeto: la defensa que implementa, fundamentalmente la disociación. Tenemos de ello abundantes testimonios, algunos de los cuales recuperan sólo un retazo de recuerdo ligado a un detalle accesorio de la escena; aluden, de este modo, al estar en otro lado. Otros,más radicales, incluyen el recuerdo de haber apelado a ser otro en esa ocasión.
El recurso a la disociación -elección del sujeto que preserva su dignidad- pasa a ser, en las víctimas de A.S.I., la defensa princeps en la vida. Es tal el impacto del abuso, sobre todo en los casos de abuso intrafamiliar, que la defensa se convierte en el modo de evitar la amenaza constante de arrasamiento de la subjetividad. Es tal su preeminencia en ciertos casos que estos niños empobrecen considerablemente su vida y sus relaciones con otros. Así, una madre refiere con alivio que, en el marco de comienzo de un tratamiento, su hijo puede ahora empezar a quejarse por el mal gusto que le encuentra a una comida o reconocer la necesidad de abrigarse frente al frío. Ese mismo niño no puede -sin embargo, por el momento- identificar situaciones de exclusión a la que lo someten los pares. Estos son algunos efectos de la disociación, como defensa exclusiva. Apelar a estimularla, como recurso clínico, constituye unarevictimización en el más estricto y verdadero sentido del término, pues en ese ejercicio se reniega, sin más, del primum non nocere, se fomenta aquello mismo que la víctima ha implementado en la escena del abuso. Tratar clínicamente a estos niños requiere de una consideración que podemos generalizar: el uso de su defensa privilegiada es un dato que debemos respetar, pero también estamos allí para, cuidadosamente, abrir la posibilidad de otros modos de surgimiento subjetivo, incluso si ellos implican displacer.
¿Por qué aumentan hoy los casos de A.S.I.? [6]
Como siempre ha sucedido, los datos estadísticos indican que el A.S.I. intrafamiliar lleva la delantera [7]. No es fácil localizar estadísticas. Dice la OMS: “(…) los estudios internacionales revelan que aproximadamente un 20% de las mujeres y un 5 a 10% de los hombres manifiestan haber sufrido abusos sexuales en la infancia, (…)” [8]
Veamos, tomando el estado de lo socio cultural -el marco epocal- qué podemos identificar como causas del aumento de los casos de A.S.I. Contamos, en este sentido, con la dificultad de tramitación por destrucción de lo simbólico y con que este rasgo lleva a todo tipo de salidas violentas, al régimen crudo y tanático de la pulsión. El Superyo, en esa sintonía, pide satisfacción inmediata -es decir: sin mediación- y constante, en confluencia con la orden del mercado capitalista: Consume ilimitadamente; Just do it y con tantas consignas y anuncios que expresan estas apelaciones. [9]
Asimismo, se ponen de moda prácticas e ideologías que captan a muchos de los que buscan alternativas, opciones diferentes a las que ofrece el mercado. Sin embargo, estas ofertas representan también otro mercado en sí mismas. Dentro de la así llamada New Age se promueven prácticas que avanzan peligrosamente en su popularidad. Entre ellas, vamos a considerar la del colecho. Este hábito se origina en las culturas primitivas y ha sido tomado -para ser reciclado- especialmente de costumbres de la India. Sabemos que la New Age introduce, entre otros efectos, una fascinación por todo lo primitivo, y también por lo oriental, abarca desde el gusto por los consumos orgánicos hasta la prédica contra las vacunaciones. En este caso, el del colecho, se estimula que el bebé duerma junto con los padres, en la misma cama. Se dice, engañosamente, que esta práctica disminuye la incidencia de la muerte súbita en los recién nacidos. Se supone que los niños, en algún momento, decidirán acerca de su desplazamiento y pedirán dormir en un lugar propio. Mi práctica clínica nada indica en esta dirección, en tanto sí registra el caso desesperante de una pareja devastada que, desde luego, terminó en separación luego de que el padre, mientras dormía, ahogara a su bebé de dos meses de edad. La UNICEF tampoco alienta estos desvaríos y sí recomienda que los bebés dispongan de una cuna en el mismo cuarto de sus padres. La Academia Americana de Pediatría habla, en relación con la prevención de la Muerte Súbita, de compartir el cuarto sin compartir la cama. [10]
Los padres, desde la posición infantilizada que la época estimula, y en situación de simetría con los hijos, son presa fácil de teorías light que suponen –sin mencionarlo- una disminución del esfuerzo que implica la crianza. El niño es tomado como una cría de animalito, sin consideración por su dignidad de sujeto, como un cachorro de peluche. Los pediatras, arrasados hoy como cualquier otra de las figuras de autoridad, solían favorecer la discriminación temprana en el ejercicio de los vínculos. Actualmente, se encuentran impotentizados para ejercer una función de interdicción. Ellos mismos tienen que lidiar, también, con laerotización innecesaria de los niños que padecen el colecho. En estos casos, es muy frecuente que, ante la preeminencia de las patologías del acto, terminen accediendo a las demandas de medicar al niño indomesticable. Se trata de la descarga impulsiva de aquello que no está en condiciones de tramitar, lo que lleva a que cada vez tengamos más niños medicados. Todo esto sin considerar la perpetración de abuso, ya que no creemos que éste se cometa por ser propicia la ocasión sino por un ejercicio perverso de goce.
Lo que sucede, y por eso tomamos en cuenta esta práctica indiscriminada de colecho, es -por otro lado- que el goce perverso cada vez encuentra menos su sanción cuando la sociedad se inscribe en un discurso que dice que hay que obtener lo que se quiere y a cualquier precio. El colecho, visto hoy con tan buenos ojos, es un síntoma del estado de cosas, de la posición relativa de padres e hijos, de la forma en que prima la autocomplacencia: no hay que levantarse de noche, no hay que sufrir. Todo ello revestido con teorías acerca de la necesidad del bebé de estar con su madre. El bebé de peluche está lejos de ese otro ajeno, destinatario del miramiento del que nos habla Ulloa.
La manifestación más extrema de la permisividad sobre el goce la ejercen, desde hace alrededor de seis décadas, los movimientos o cuevas de activistas pedófilos, los que se amparan en elucubraciones que superponen un supuesto amor por los niños con ideas de libertad sexual para vestir el goce perverso. Si bien la popularidad de esos manifiestos decayó, otros tomaron la posta en relación con el tema. Así, podríamos incluir en esta serie la autodenominada teoría acerca del supuesto Síndrome de Alienación Parental, refugio refinado de más de un pedófilo en tanto, en su nombre, se acusa judicialmente a las madres denunciantes, mayoritariamente, de ser las que inyectan en el hijo la idea de haber sufrido abuso sexual. No quiero detenerme en este punto, del cual otros se han ocupado con precisión en esta Revista. [11]
Este clima de tolerancia de lo peor es el que impregna muchos de los ámbitos judiciales en los que se dirime, para el niño, una de las posibilidades de reparar, en cierto modo, la injuria sufrida. El así llamado S.A.P. se esgrime para dejar a las madres en el lugar de locas que denuncian, consagrando, de este modo, la impunidad de muchos de los perpetradores y la revictimización del niño, quien no habrá logrado siquiera hacer la experiencia de la ley y del valor de la palabra. [12] El agravante, en el caso del desempeño de la Justicia, es que ésta llega incluso a afectar a las víctimas con la indicación de revincularlas con los perpetradores, amparados éstos por una concepción - Después de todo es el padre- biologista de la paternidad que olvida el estatuto simbólico de la misma. Muchas de estas resoluciones limitan con la intervención perversa, cuando ordenan la reversión de la tenencia y entregan el niño al abusador.
El A.S.I., como fenómeno que crece, está emparentado con el levantamiento de las interdicciones y, sobre todo, de la más fundamental, la del incesto, la que le dice a la madre “No reintegrarás tu producto”. Es esta la peor de las violencias, la que ataca esa interdicción, el pilar esencial de nuestra cultura y, por lo tanto, de la subjetividad tal como la conocemos. Creo que el A.S.I. es tan destructivo y tan aberrante, tan contrario a la naturaleza humana, que por ello mismo es silenciado, negado y desmentido. De modo sutil, la práctica New Age del colecho naturaliza una escena de indiscriminación; en forma desembozada, los así llamados movimientos de amor hacia los niños predican la pedofilia; y, como remate de este proceso, las pseudo teorías en las que se ampara la Justicia vienen a cubrir con sus enunciados el jaque a la interdicción y a narcotizarnos sobre este crimen.
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