En los 20 años que transcurrieron desde el alzamiento zapatista del primero de enero de 1994, los movimientos latinoamericanos protagonizaron uno de los ciclos de luchas más intensos y extensos en mucho tiempo. Desde el Caracazo de 1989 se sucedieron levantamientos, insurrecciones y movilizaciones que abarcaron toda la región, deslegitimaron el modelo neoliberal e instalaron a los de abajo, organizados en movimientos, como actores centrales de los cambios.
El zapatismo formó parte de esta oleada de los 90 y se convirtió muy pronto en uno de los referentes ineludibles, aun para quienes no comparten sus propuestas y formas de acción. Es casi imposible enumerar todo lo realizado por los movimientos en estas dos décadas. Apenas podemos repasar un puñado de hechos significativos: el ciclo piquetero en Argentina (1997-2002), los levantamientos indígenas y populares en Ecuador, las movilizaciones peruanas que forzaron la renuncia de Fujimori, y el Marzo Paraguayo, en 1999, que llevó al exilio al militar golpista Lino Oviedo.
En la década siguiente tuvimos la formidable respuesta del pueblo venezolano al golpe derechista de 2002, las tres “guerras” bolivianas entre 2000 y 2005 (una del agua y dos del gas) que borraron del mapa político a la derecha neoliberal, la impresionante lucha de los indios amazónicos en Bagua (Perú) en 2009, la resistencia de las comunidades de Guatemala a la minería, la comuna de Oaxaca en 2006 y la movilización del campesinado paraguayo en 2002 contra las privatizaciones.
En los tres pasados años se hizo sentir una nueva camada de movimientos que insinúan un nuevo ciclo de protestas, como la movilización de los estudiantes secundarios chilenos, la resistencia comunitaria al emprendimiento minero Conga en el norte del Perú, la creciente resistencia a la minería, a las fumigaciones y a Monsanto en Argentina, la defensa del Tipnis (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure) en Bolivia y la resistencia a la represa de Belo Monte en Brasil.
Sólo en 2013 tuvimos el paro agrario colombiano que fue capaz de unir a todos los sectores rurales (campesinos, indígenas y cortadores de caña) contra el TLC con Estados Unidos y a una parte de los movimientos urbanos, y también las movilizaciones de junio en Brasil contra el feroz extractivismo urbano de la mano de obra para el Mundial 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 en Río de Janeiro.
Este conjunto de acciones a lo largo de dos décadas permite asegurar que los movimientos de los abajos están vivos en toda la región. Muchos de ellos son portadores de una nueva cultura política y de organización que se manifiesta de modos muy diversos en las diversas organizaciones, pero conforman modos de hacer diferentes de los que conocimos en las décadas de los 60 y 70.
Una parte de los movimientos, desde los estudiantes secundarios chilenos hasta las comunidades zapatistas, pasando por los Guardianes de las Lagunas de Conga, el Movimiento de Pobladores y Pobladoras de Venezuela y el Movimiento Passe Livre de Brasil (MPL), entre los más destacados, muestran algunas características comunes que sería interesante destacar.
La primera es la masiva y destacada participación de jóvenes y mujeres. Esta presencia revitaliza las luchas anticapitalistas, porque están participando directamente las personas más afectadas por el capitalismo, las que no tienen un lugar en el mundo aún hegemónico. Es la presencia mayoritaria de quienes no tienen nada que perder porque son, básicamente, mujeres y jóvenes de abajo que le dan a los movimientos un carácter de intransigente radicalidad.
En segundo lugar, viene ganando terreno una cultura política que los zapatistas han sintetizado en la expresión “mandar obedeciendo”, que se expresa de forma aún difusa. Los que cuidan las lagunas en Perú, herederos de las rondas campesinas, obedecen a las comunidades. Los jóvenes del MPL toman decisiones por consenso para que no se consoliden mayorías, y rechazan explícitamente los “carros de sonido” impuestos en el periodo anterior por las burocracias sindicales para controlar las marchas.
La tercera cuestión en común se relaciona con la autonomía y la horizontalidad, vocablos que 20 años atrás apenas empezaban a utilizarse y se incorporaron de lleno a la cultura política de quienes siguen luchando. Se reclaman autónomos del Estado y los partidos, en tanto la horizontalidad es la dirección colectiva y no individual del movimiento. Los miembros de la Aces (Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios) de Chile funcionan de modo horizontal, con una dirección colectiva y asamblearia.
La cuarta característica que veo en común es el predominio de los flujos por sobre las estructuras. La organización se adapta y se subordina al movimiento, no se congela en una estructura capaz de condicionar al colectivo, con intereses propios separados del movimiento. Los colectivos que pelean son algo así como comunidades en resistencia, en las que todos y todas corren riesgos parejos y donde la división del trabajo se adapta a los objetivos que traza el conjunto en cada momento.
En esta nueva camada de organizaciones no es fácil distinguir quiénes son los dirigentes, no porque no existan referentes y portavoces, sino porque la diferencia entre dirigentes y dirigidos se viene atenuando a medida que crece el protagonismo de los abajos. Este es quizá uno de los aspectos más importantes de la nueva cultura política en expansión en las dos pasadas décadas.
Por último, quisiera decir que el zapatismo es referente político y ético, pero no como dirección de estos movimientos, que no pretende ni podría serlo. Puede ser inspiración, referencia, ejemplo si se prefiere. Siento que hay múltiples diálogos entre todas estas experiencias, no al estilo de encuentros formales y estructurados, sino intercambios directos entre militantes, capilares, no controlados, sino el tipo de trueques de saberes y experiencias que necesitamos para potenciar el combate al sistema.