sábado, 26 de mayo de 2012

LA CANA NUESTRA DE CADA DÍA





En las cárceles se esconde la faz más inmunda, más depravada, más obscena de la sociedad uruguaya. Lo que allí se pretende guardar y concentrar, lo que allí se multiplica, es el fracaso de la sociedad en su conjunto.
 Los elevados murallones solamente esconden las miradas del afuera.
Las vidas -los espíritus- son exactamente iguales a ambos lados de las mallas de alambre.

Toda la distante indignación que rodea el horror de las cárceles uruguayas, de sus reiterados asesinatos, violaciones, suicidios, motines, no es más que la hipocresía de un afuera que esconde allí su propio monstruo.
Esa horripilante y despiadada criatura que recorre suburbios, bajos y periferias, y que sale a asustar cuando se encienden las luces, cuando las cámaras engullen, y los monitores vomitan la acción editada en noticieros centrales.
Luego, el desfile de autoridades: políticos, policías, jueces, opinando con el garrote o con el código penal, tanto da, pero todos coincidiendo -dando por sentado- que el sistema penitenciario está ahí para castigar a los criminales, cuando todos sabemos que no hace más que gestionar la ilegalidad.
La división no es entre lo legal y lo ilegal, como pretende hacernos creer la ficción político-judicial; acá no se trata de inocentes y criminales, sino de criminales que se cree oportuno perseguir y de otros a los que se deja en paz, tal como lo demanda el buen funcionamiento de esta sociedad, acostumbrada desde siempre al disimulo y la doble, triple y cuádruple moral.
La raza de los inocentes hace tiempo que se extinguió y la cosa nada tiene que ver con meter niños presos o aumentar las penas de cárcel: en Uruguay la pena es el sistema de administración de justicia. Humildemente, recomiendo leer (o releer) Vigilar y castigar de Foucault.
Un libro imprescindible para entender lo que pasa allá adentro y acá afuera.
Para purificar el aire de este país prisión, acuciado por su imposibilidad de reconocerse, convulsionado por su nula capacidad autocrítica, asustado de su propio fracaso como sociedad.

Salud
FEDERICO LEICHT