Cápsula de gas lacrimógeno usada contra las multitudes en Turquía con la inscripción 'Made in Brazil'
(Fuente: Epoch Times/Occupy Gezi / Facebook).
"La ciudad es el lugar de la lucha anticapitalista" David Harvey (Revista Ñ, 30 de mayo de 2013)
Resulta difícil no vincular las recientes movilizaciones populares
en Turquía y Brasil con el ciclo largo de protestas que comenzó en los
países mediterráneos del norte de África. Cada una responde a contextos
políticos y sociales diferentes, a distintas heterogeneidades
multitudinarias, temporalidades diversas. Sobran, por obvias, las
advertencias de que Sao Paulo no es Estambul, o que Estambul no es El
Cairo o Madrid. Pero hay también referencias comunes, conexiones
íntimas, viajes de ida y vuelta, y un mismo escenario: el de un
capitalismo global en crisis.
El espejismo del crecimiento económico
Contrariamente a las protestas europeas, las de Turquía y Brasil
tienen lugar en potencias regionales emergentes que experimentaron
fuertes tasas de crecimiento en la última década. Tras caer en 2009 por
el crac financiero, la economía turca llegó a crecer un 9,2% y un 8,5%
en 2011; la brasileña, un 7,5% en 2010. Sin embargo, en los últimos
tiempos este crecimiento se ha desacelerado. En 2012 Turquía creció un
2,2% y Brasil un 0,9%, en parte debido a la reciente apuesta por una
política fiscal restrictiva. La fragilidad turca se asienta en un fuerte
endeudamiento externo, con inversiones cortoplacistas atraídas por
tipos de interés relativamente elevados; la brasileña, en una creciente
dependencia en las exportaciones de las materias primas y en el
endeudamiento interno (el crédito pasó del 25% del PIB en 2005 al 50% en
2012), pese al fortalecimiento de la demanda interna, apoyado en
programas sociales, llevado a cabo bajo la presidencia de Lula.
El crecimiento económico de ambas economías, especialmente de la
turca, se vio animado además por el exceso de liquidez que generaron las
políticas de estímulo monetario (quantitative easing) de la Reserva
Federal estadounidense, el Banco Central Europeo y el Banco Central de
Japón. Estas políticas de estímulo, que no han logrado reactivar la
economía mundial, contribuyeron al incremento del valor de los activos
(nuevas burbujas) en los países emergentes, y provocaron presiones
inflacionarias y devaluaciones competitivas de las monedas.
Ahora que el "grifo" monetario estadounidense se seca, los
"inversores empiezan a retirar el dinero que apostaron en estas economía
y lo hacen al ritmo más rápido en dos años" (El País, 21/06/2013). La
competición por obtener capitales a cualquier precio (desposesión) se
agudiza, aumentan las incertidumbres y los gobiernos se ponen nerviosos.
La lucha por lo común...
"No es solo un parque", repitieron los manifestantes turcos en la
plaza Taksim. "No son solo las tarifas del transporte público",
repitieron los manifestantes brasileños. Pero lo cierto es que lo
imprevisible empezó con la defensa de un parque y con la petición de un
transporte público accesible para todos. Es decir, con condiciones
necesarias para la vida buena en común en la ciudad y para la
(re)producción de las multitudes. A decenas de turcos les pareció lo
suficientemente importante como para interponer sus cuerpos en el parque
Gezi frente a las excavadoras y la policía (algo que por ejemplo no se
ha hecho en Canarias frente a iniciativas tan contestadas como la del
puerto de Granadilla). A los miles de turcos que esta vez salieron a las
calles para apoyarles también. Como escribió acertadamente Emmanuel
Rodríguez hace ya casi una década (Ecología de la metrópolis, 2004), en
pleno boom inmobiliario español, es "el territorio mismo, como trama
compleja de relaciones de cooperación y de simbiosis, lo que compone el
sustrato de la innovación social y de la producción empresarial".
Los territorios urbanos y la movilidad entre los mismos se ven pues
amenazados por lo que Manuel Delgado denomina la "ideología del espacio
público", íntimamente vinculada al proyecto neoliberal. Cuando la
ciudad se convierte a la vez en yacimiento de valor y fábrica social, el
urbanismo es "mera requisa de la ciudad, sometimiento de ésta, por
medio tanto del planeamiento como de su gestión política, a los
intereses en materia territorial de las minorías dominantes."
Generalmente esto incluye un componente moral, ejemplificado en las
leyes y ordenanzas municipales sobre el civismo, que en los últimos años
han ido ampliando el repertorio de conductas que deben ser reguladas.
La tan comentada restricción -que no prohibición- del consumo de alcohol
en el espacio público que promueve el AKP turco en el fondo se asemeja
mucho a nuestras leyes contra el botellón.
En Turquía los proyectos de remodelación urbana se suceden desde la
aprobación en 2005 de la ley de "renovación y preservación". El Estado y
los constructores se aliaron en el asalto de los barrios populares de
Estambul y en megaproyectos como la construcción de centros comerciales,
mezquitas o grandes obras como puentes o autovías. El de la plaza
Takzim no es sino el último capítulo. Como escribe Sarah El-Kazaz en
Jadaliyya:
"Conforme el crecimiento basado en la exportación fue
proporcionando rendimientos marginales decrecientes (...), la
acumulación de capital mediante la renovación de zonas urbanas se
convirtió en uno de los baluartes de los principales proyectos del AKP.
Para el AKP, el desarrollo urbano proporciona a sus bases de apoyo con
el estímulo económico que necesita, mediante asociaciones oscuras con el
sector de la construcción, y permite al gobierno redefinir y controlar
los espacios de las ciudades de modo que reproduzcan una sociedad en
línea con los ideales del partido.
De hecho, para el AKP, Islam es desarrollo urbano. El desarrollo
urbano fue empaquetado y entregado a los simpatizantes del partido como
lugar central a través del cual el Estado estaba configurando una
sociedad mejor."
Sustituyamos Islam por nación, progreso o marca país y el discurso
nos resultará de lo más familiar. No es coincidencia que Estambul sea
con Madrid candidata a organizar los Juegos Olímpicos de 2020.
De hecho, en Brasil el neodesarrollismo pasa también por explotar
el tejido urbano, con los macroeventos deportivos (que el gobierno
brasileño ha logrado concentrar en un par de años) como principal
herramienta. Estos macroeventos permiten desde luego transferir recursos
públicos a empresas privadas, pero su principal razón de ser es la
remodelación urbana y la subsiguiente transformación de las relaciones
sociales en beneficio de las elites, que en el congestionado Sao Paulo
viajan en helicóptero. Destrozar barrios populares enteros y expulsar a
sus habitantes, privilegiar el transporte motorizado individual, el
acceso de pago a los espacios de encuentro, no son opciones asépticas o
inocentes.
Estas remodelaciones no dejan de representar otra forma de
extractivismo, como escribió Raúl Zibechi a propósito de la violenta
intervención policial en un hospital de Buenos Aires para desalojar a
sus trabajadores. Las autoridades prevén el derribo del edificio para
construir un Centro denominado "Cívico", cómo no. Y es que las grandes
obras y la ideología del espacio público al que se asocian buscan además
garantizar un determinado consenso político y social: "la diferencia
entre izquierda y derecha, entre progresismo y conservadurismo, se
evapora. Los principales proyectos de especulación urbana en Buenos
Aires fueron aprobados con los votos del oficialismo y de la oposición",
escribe Zibechi. Pero los consensos entre partidos y empresarios cada
vez encuentran menos eco entre las multitudes.
... es la lucha por las libertades
El sometimiento de la ciudad a las necesidades de valorización del
capital es un proceso violento que precisa del Estado para su
imposición, por medio del planeamiento y cuando hace falta de la
policía. Policía para ejecutar desahucios y expulsiones, para "limpiar"
determinadas áreas de personas consideradas indeseables, y, en
definitiva, para anular el derecho de protesta y la apropiación no
autorizada del espacio público, incluso mediante la aplicación de leyes
antiterroristas.
Cuando el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan se quejó del
doble rasero de la Unión Europea, no le faltaba razón. Grecia ha hecho
también un uso intensivo de los gases lacrimógenos con el visto bueno de
la troika y los ejemplos de brutalidad policial se extienden desde
Londres a Atenas, pasando por Fráncfort y Barcelona, aunque es
igualmente cierto que el despliegue represivo ha sido más intenso en
Turquía. Ahora bien, lejos de un "exceso" que los gobiernos deben
corregir, como lo presentan las organizaciones de derechos humanos, se
trata de un uso selectivo y muy codificado de la violencia estatal, con
protocolos internos compartidos que buscan minimizar el número de
muertos aunque no tanto el de contusionados, lesionados o amedrentados.
En España, el elevado número de indultos de policías condenados por
tortura da fe de esta tendencia. Por parte turca, el ejercicio de
violencia del que ha hecho gala la policía con Erdogan en Estambul,
Ankara y otras ciudades es, comparativamente hablando, menos letal que
el de los gobiernos precedentes frente a revueltas similares. En Brasil
ya no estamos en la época de la dictadura, pero la represión policial en
Sao Paulo (gobernado por el PT) muestra hasta dónde pueden llegar los
gobiernos representativos cuando la expropiación del común -en este caso
la reconversión de la ciudad- se pone seriamente en riesgo. Resulta por
eso significativo que las últimas revueltas -y sus reacciones
represivas- se hayan dado con gobiernos que cuentan con fuertes apoyos
en amplios sectores de la población y que desde Europa son considerados,
en mayor o menor grado (y con muchos peros y matices), como populistas.
Hasta ahora las principales intervenciones se limitaban a las
barriadas pobres, ante el desinterés de los grupos beneficiados por la
gentrificación. Pero esta vez la represión se amplió también a grupos
sociales menos acostumbrados a las porras y las comisarías (los más
pobres suelen encontrarse directamente con las balas). La chispa se
produjo cuando defender lo común y la libertad para construirlo se
volvieron una misma cosa.
Cientos de carteles se exhiben en una manifestación en Recife con diversos reclamos. Fotografía: Yasuyoshi Chiba (AFP)
Antagonismo y representación
Tras la chispa los nuevos sujetos sociales del capitalismo
cognitivo pronto fueron ampliando sus demandas. Resulta insuficiente
aplicarles el concepto de "clase media" para definirlos. El politólogo y
profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro Giuseppe Cocco lo
describe así:
"en España y en el Mediterráneo en general, las revoluciones están
marcadas por los procesos de "desclasificación" de las clases medias. En
Brasil [y, añado, en Turquía] es exactamente lo contrario: todo esto
ocurre en el ámbito y en el momento de la emergencia de la "nueva clase
media". Sólo que esta nueva composición de clase es, en realidad, la
nueva composición del trabajo metropolitano, que lucha por los parques o
por los transportes públicos: ascendiendo socialmente, los pobres
brasileños se convierten en aquello en que las clases medias europeas se
convierten bajando: en la nueva composición técnica del trabajo
inmaterial de las metrópolis."
"En el plano sociológico, la "nueva clase media" no existe, porque
lo que se constituye es una nueva composición social cuyas
características técnicas son las de trabajar directamente en las redes
de circulación y servicios de la metrópolis."
Esta nueva composición social se resiste a ser representada y a ser
reconducida a una unidad. La pretensión de representatividad que hace
Erdogan, Rajoy o los partidos de izquierda con frecuencia termina
produciendo más rechazo. En el complejo ecosistema urbano la
autoorganización de las multitudes en las diferentes movilizaciones se
asemeja a la de las conexiones sinápticas entre diferentes neuronas, no
siempre las mismas, que cambian según el momento, escapando a todo
intento de centralización y de convergencia en una identidad única. El
poder constituyente es esto. Lo cual no quiere decir que se trate de un
proceso armónico que conduzca a una nueva situación de equilibrio. El
antagonismo y el conflicto se sitúan dentro del movimiento, que por eso
mismo es ambivalente. No debería sorprender la presencia de grupos de
derecha o incluso fascistas en determinadas concentraciones, según unas
coyunturas, o islamistas y salafistas, según otras (aunque el islam
político en sus diferentes formas plantea una fractura identitaria
específica). Eso no quiere decir que haya un "secuestro" (como si
manifestarse fuera patrimonio exclusivo de las izquierdas seculares) ni
mucho menos que prevalezcan determinadas posturas. Lo que hay es la
conflictividad política propia de la democracia. Pretender trascenderla,
renunciar a estar "dentro" por ese motivo es una batalla perdida: todo
intento -necesariamente fallido- de estar "afuera" será un regalo para
los poderes constituidos. Todo dependerá de cómo vayan evolucionando y
desarrollándose las relaciones de fuerza entre los diferentes elementos
en liza.
No podemos saber cuáles serán los próximos capítulos de la
turbulencia global. La única certeza es que las ciudades seguirán en
ebullición, no solo las de los países sometidos al imperio de la deuda,
también las de los países que ahora cortejan las finanzas
internacionales. Frente a la violencia privatizadora se interpondrá la
reapropiación del territorio y la transformación colectiva de nuestras
subjetividades. Muchos repetirán lo que hace poco afirmó un manifestante
turco: "tú no sabes cómo ha cambiado aquí la gente en una semana". Hay
que seguir intentando que sea para mejor.