lunes, 31 de diciembre de 2012

LAS MADRUGADAS

El “pichi” que los sigue derrotando en una cajita tirada por el caballo compañero de la libertad

Las madrugadas en los recovecos cuarteleros del Montevideo sitiado y vejado por las “conjuntas”, eran interminables, y lo único que podía distraer o atenuar las amargas vigilias aguardando el próximo y patriótico maquinazo fascista, era tratar de meter oreja en los escabrosos e intimistas coloquios de los milicos rasos de retén, casi siempre repletos de sacadas de cuero de algún colega más infeliz que ellos, perjudicado por un ocasional pata de bolsa o la preñez demasiado precoz de una hija que todavía estaba en la primaria y ni siquiera sabía quién sería el padre de la criatura.
Podías hacerte una idea clara y esclarecedora de la miseria cultural de los hogares de la tropa, pero muy rara vez podías oír algo que te sirviera para hacerte una idea de qué estaba pasando “afuera” de los inolvidables manicomios-infiernos regenteados por una oficialidad resentida de décadas y décadas de ninguneo “civilista” burgués que los había colocado en la categoría de último orejón del tarro en la opinión popular del súper democrático Estado uruguayo herido de cagazo oligárquico y consecuente dictadura “cívico-militar” resuelta a cobrarse una emblemática discriminación tramposamente estigmatizadora de lo militar, construida sagazmente a principios del siglo XX por José Batlle y Ordóñez (“el Lenin de la burguesía criolla”, al decir de algunos historiadores) en alianza ideológica con seudo anarcos derrotados y derrotistas corridos por la desocupación y la persecución política del “viejo mundo”.
En la bisagra del miércoles 22 y el jueves 23 de noviembre de 1972, en el miserable “artillería uno” del cerrense barrio La Paloma, la charla entre los botones de guardia en el barracón donde se apilaban personas como basura para clasificar, se salió del triste libreto cotidiano para versar sobre algo que, sin lugar a dudas, impactaba como escopetazo brutal contra el pecho triunfalista de los flamantes ganadores del “proceso”:
“¿Podés creer?... El pichi se la jopeó a la guardia, saltó el muro del quinto, se metió en el cementerio en plena oscuridad, no sé cómo consiguió un camión y se fue a la casa a levantar a la familia con los muebles y todo… Hasta los perros y los gatos cargó en el camión el hijo de mil putas… y no pasa nada, no aparece”
El miliquito que manejaba la buena nueva no tenía más que detalles dudosos del asunto, pero a pesar de su bronca y su asombro, su resumido y bienaventurado  relato dejaba entrever como un involuntario reconocimiento de heroicidad a punto de convertirse en leyenda ciudadana, por un lado, y, por otro, en señal de que nada de lo que estaba ocurriendo en todo el país, sería para toda la vida
Al rato, “El Indio”, un milico viejo, canario y raro que había sido obrero de la industria del cuero y que vivía esos días con una angustia inexplicable para el común de las presas y los presos, dejó caer como al descuido un papelito lleno de faltas de ortografía sobre la paja nauseabunda de mi improvisado cubículo de flamante “preso político” con el número 55 dentro de la materia prima humana que serviría para que alferecitos, tenientecitos, capitancitos, mayorcitos y otros agrandaditos de ocasión acumularan patéticos méritos en sus brillantes carreras de verdugos del pueblo y futuros gobernantes acomodados en el aparato burocrático que facilitaría una rapiña que había dejado de ser monopolio de blancos y colorados y de alcahuetes vocacionales del poder judicial y del llamado cuarto poder.
El papelito era un verdadero y genial “parte de guerra” especialmente concebido y realizado para levantar el ánimo de los muertos vivientes de La Paloma (desdichadamente no podía conservársele para un incierto “museo de la memoria”), y decía algo así como:
“Alberto Cecilio Mechoso, alias Martín. Anarquista fierrero, especializado en asaltos a bancos, amigo de los tupas, de aproximadamente 40 años, se fugó anoche del 5° de Artillería de la calle Silva, saltando un muro de piedra con las costillas rotas y escondiéndose enseguida en el cementerio.
Se rajó en un carro de juntapapeles intercambiando ropas con éste y pasando por las narices de una troja de soldados con perros y armados hasta los dientes.
Los oficiales dicen que el tipo se fue a la casa a buscar a la familia y que se llevó todos los muebles y unas granadas escondidas en un aljibe, y que nunca más lo van a agarrar, porque es más rápido que la luz y no le tiene miedo a nada…”.
El Pocho Mechoso, efectivamente, no volvió a caer en Uruguay, aunque sí en la Argentina también enseñoreada de fascismo mafioso y alcahuetes imperiales de baja estofa más asesinos que Jack El Destripador.
A “El Indio”, junto a otro montón de milicos viejos, le dieron la baja antes de fin de año por “no estar apto para el servicio”, y a principios del año siguiente cayó preso con una mochila llena de volantes, su hijastro, Perico o Faquito, procesado por “jueces militares” por “asistencia a la asociación para delinquir” y “co-autoría de atentado a la constitución”, al que luego le cambiarían la “carátula” y lo dejarían suelto pero re-vigilado porque “lo habían usado ingenuamente unos bolches del Cerro”…
Para quienes quedamos en el frízer del proceso sin la entereza moral revolucionaria del Pocho, su ejemplo nos quedó como un imposible por no entender todavía que la revolución es un impresionante fenómeno de “masas”, el más grande acontecimiento colectivo histórico imaginable, sin lugar a dudas, pero también la obra enaltecedora de aquellos seres humanos que van cincelando su propia vida personal y única –colectiva, social, pero única- en la innegociable convicción de que la libertad no es un derecho, sino un imperativo biológico natural intransferible, que no se pide ni se concede, y que en todo caso es más parecido a un deber insoslayable que a un derecho.
Si hubiésemos comprendido eso que el Pocho nos enseñaba montado en su carro de clasificador furtivo, no solamente habríamos entendido qué quería decir ser Libertario.
Muchas y muchísimos más nos hubiésemos tomado los vientos, al menos ese fin de año de triunfalismo facho que rengueaba precisamente de eso, del triunfalismo barato de los enemigos de la libertad.
De La Paloma, al menos, me consta, eso hubiera sido otra que posible, si a la desmoralización y a la vejación, no le hubiésemos sumado la ausencia de corazonadas y furia indetenible, que únicamente anidan en las almas que muy temprano aprenden que hay que fugarse de todas las prisiones –las de las rejas, las del yugo burgués, las de las derrotas y, también, las de los fanatismos necios-, no para evadirte del sistema, sino para destruirlo por completo y para siempre, para hacerlo moco sin remedio, como el Pocho lo quiso y lo sigue enseñando a pesar de estar guardado en una cajita de madera sobre la que, primera vez en mi vida, dejé una rosa roja-roja como la sangre obrera, como abrazo deseado y demorado al Compañero que volvió a fugársele a los mal nacidos, para siempre y como paradigma del ser revolucionario sin el que la historia es una mera repetición de libertades cercenadas y unas ansias de poder que hay que dejárselas a los muertos en vida que sueñan con él.
 Lo que sigue es una carta enviada por el Pocho a sus compañeros de la OPR unos días antes de la fuga que ya tenía “pronta”, tal vez a través de alguno de aquellos poquísimos milicos viejos con hábitos de trabajo a los que no le cabía ni la tortura ni el verso de que los “viejos” (la alta oficialidad) estaban defendiendo a la “patria” o cosa parecida:
“Compañeros:
Desde el 6 de agosto hasta ahora, me parece que he aprendido más, mucho más de lo que me enseñaron los 6 años que pasé en Punta Carretas, me parece que he aprendido mucho más que en los 35 años que llevo de vida.
Por un lado está la experiencia de adentro del Cuartel, el enfrentamiento a los verdugos, la mano solidaria de los compañeros. Por el otro lo que pasó después, afuera. La noche siguiente a la fuga me vi  en la televisión.
Me requerían por ‘sabérsele vinculado a…’ y en ningún lado una sola línea de lo que realmente había pasado. Después leí nuevas listas de requeridos. Una de ellas la encabezaba mi compañera.
Me enteré que la casa donde vivía con mi madre, con mi compañera y mis hijos, estaba sellada, custodiada por las Fuerzas Conjuntas. Me enteré que un militar con varios galones, dijo que esa casa sólo iba a ser devuelta si yo me entregaba.
Y todo esto que uno vive tan intensamente, lo están viviendo de un modo u otro, centenares de miles de orientales. Son muchos los chiquilines separados de sus padres, porque están presos o porque tienen que irse a otros lados a buscar el trabajo que aquí no encuentran.
Son muchas las madres que no ven a sus hijos, porque están perseguidas o porque trabajan de sol a sol para ayudar a parar la olla.
Son muchas las mujeres que al final de una vida de trabajo no tienen un techo donde guarecerse, porque no pueden pagar con jubilaciones miserables, o porque la mente podrida de los verdugos venga en ellos la rebeldía de los hijos que con inmenso cariño ellas supieron criar.
Y ante todo esto, ¿qué otro camino nos queda? Ante todo esto, ¿de qué manera vale la pena vivir la vida?
Hay un solo camino, hay una sola manera de vivir, sin vergüenza: peleando.
Ayudando a que la rebeldía se extienda por todos lados, ayudando a que se junten el perseguido y el hombre sin trabajo, ayudando a que el ‘sedicioso’ y el obrero explotado se reconozcan como compañeros, aprendan luchando, que tienen por delante un mismo enemigo.
Por todo eso, compañeros, quiero que me hagan un lugar… por todo eso no voy a tardar en volver. Libertad o Muerte".
“Pocho”
 Gabriel –Saracho- Carbajales,
Montevideo, 29 de diciembre de 2012, 24 horas después de la fuga póstuma del Pocho Mechoso